En septiembre de 1939, mientras los alemanes invadían Polonia, un joven soviético de 24 años se dispuso a hacer historia a 10.000 metros de altura. Se llamaba Jakov Solodovnik y en pocos minutos iba a convertirse en el primer hombre en saltar al vacío desde la estratosfera. Al contrario que el atleta austriaco Felix Baumgartner, cuya hazaña fue seguida la semana pasada por millones de personas en todo el mundo, el gran salto de Solodovnik sucedió en una soledad total y su resultado fue silenciado por el régimen comunista. Aún hoy, su hazaña es prácticamente desconocida.
Jakov Solodovnik con el traje presurizado que usó para su salto estratosfércio en 1939. /
El salto de Solodovnik era pura estrategia militar. Su objetivo era probar un nuevo traje presurizado diseñado para que los aviadores pudiesen saltar desde alturas inconcebibles para aquella época. En esos años, los aviones militares comenzaron a volar por la estratosfera , lo que les permitía pasar desapercibidos ante el enemigo y no ser alcanzados por las defensas antiaéreas. Pero un paracaidista saltando desde una altura de más de unos 4.000 metros podía morir asfixiado o aniquilado por el cambio brusco de presión, por no hablar de las gélidas temperaturas que experimentaría en la caída.
El traje del joven lo tenía todo. Era un mono teñido de rojo chillón recubierto con piel de ardilla. Las botas, también forradas de piel hasta las corvas, parecían las de un trampero del Oeste. Colgando del traje iban las bombonas de oxígeno que debía usar durante el descenso y los paracaídas que frenarían su caída. Por dentro: ropa interior térmica hecha de seda. Un casco de metacrilato con bandas de alambre electrificadas para evitar que se helase completaba una indumentaria que, en resumen, era el antecedente de los trajes presurizados que usarían los cosmonautas soviéticos años después.
Las pruebas de septiembre se habían planeado a toda prisa ante la inminencia de una guerra total. Un mes antes, Solodovnik casi se asfixió probando el traje en tierra, porque el sistema para abrir la espita del oxígeno no funcionó. Su compañero en la misión no soportó el entrenamiento y se retiró del programa.
El casco de metacrilato llevaba tiras de alambre electrificadas para evitar la congelación que no funcionaron.
“Estoy rodeado de silencio y oscuridad salvo por la fina franja de luz entre las dos puertas del avión. Al otro lado hay un abismo de 10.000 metros que me separa de mi madre patria”, escribió Solodovnik en un artículo publicado en la revista Juventud Tecnológica casi cuatro décadas después, cuando el silencio oficial que pesaba sobre su misión quedó olvidado.
Tras una ascensión de casi una hora, todo estaba listo para la prueba definitiva. A 10.200 metros la compuerta del avión se abrió y Solodovnik se asomó para ver el suelo. “Me suelto del avión y me dejo caer. Siento que el estómago se me retuerce como un sacacorchos. La velocidad aumenta muy rápidamente y a esta altura alcanza los 100 metros por segundo”, rememoraba el piloto. Pocos segundos después se le congeló el visor y le dejó casi ciego. Al igual que le sudedió a Baumgartner, el saltador soviético comenzó a dar vueltas sin control. El traje presurizado se hinchó como un globo, tanto que su mano no alcanzaba la anilla para abrir el paracaídas. Además, la ropa interior de seda se le había enrollado en el brazo convirtiéndose en una atadura.
“Era un bicho raro”, recordaba Masha Gessen, sobrina nieta de Solodovnik, hace unos días en el International Herald Tribune. De origen judío, Solodovnik quería ser piloto de pruebas, pero había sido asignado a aviones aburridos en los que no había retos para el joven. “Veía en la caída libre una forma de avanzar en su carrera”, relataba Gessen.
Aquel día de septiembre Solodovnik logró alcanzar la anilla. El paracaídas se abrió y el joven gritó de dolor por el fuerte tirón. Minutos después ya estaba en tierra y una campesina le miraba sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Salió huyendo antes de que aquel hombre caído del cielo, con escafandra y traje rojo, pudiese decir nada. Solodovnik tardó en poder quitarse el casco, desabrocharse los correajes y desgarrar su ropa interior hasta quedar con el pecho al aire, jadeando. Después rebuscó en sus bolsillos, se encendió un cigarrillo y miró al cielo azul mientras esperaba a que vinieran a recogerle.
Cuarenta años después, el paracaidista escribió que volar a 10.000 metros era ya algo corriente hasta para los aviones de pasajeros y su traje peludo y rojo se había convertido en “una pieza de museo”. Pero también recordaba que, aunque “los trajes actuales permiten a los astronautas viajar a cientos de kilómetros de la Tierra, todo comenzó con un primer traje muy aparatoso”.